Como tantos madrileños, se pusieron de acuerdo los hermanos y cuñados para ir con los hijos por el sendero de La Barranca, a ver si llegaban al Mirador; un paseo sencillo en el que disfrutar ellos de los críos; los críos del retozar, coger palos y alguna sufrida lagartija, pedir agua, preguntar si falta mucho, decir papá ahusa, y esas cosas que hacen amena una jornada campera. Porque ellos disfrutan, como todos los padres, contemplando el bullir de sus hijos.
Iban así, cuando Carlitos divisa un cachorro de perro que se les acerca mimoso. Le rodean los "locos enanos", pero el cachorro ni se inmuta, más bien, insensato, se acerca más y se deja tocar, mesar, y, después de unas carantoñas, coger en brazos. En definitiva, se gana el cariño de los niños y la tolerancia de los padres. Al fin y al cabo el corazón anda sobrado. Y, como uno más, se apunta a la excursión mañanera.
Ya hay un aliciente más en esa jornada dominguera: los padres contemplan y estudian a sus hijos, los niños contemplan y experimentan con el perro. Bien se gana que, en el reparto, algo le caiga. Se ve que lleva tiempo sin probar bocado, porque no desprecia nada.
Los juegos de niños tienen una razón más y el atractivo de los caprichos imprevisibles del ser perruno; incluso es objeto de disputas sobre quién lo tiene más, quien es o no un abusica. Algún morrito lloroso, alguna intervención de los mayores para equilibrar la balanza con los mimos al que los va precisando. Los papás, algo más traviesos, azuzan a los pequeños para que hagan correr al perro. Eso motiva que en la breve siesta, incluso el nuevo amigo encaje en ese nuevo juego que es el dejarle tranquilo. Eso sí duerme con un ojo abierto, no vaya a ser que sea una treta y le dejen sólo en el bosque.
La vuelta es feliz, y es la hora de las cervezas de los mayores, mientras el mundo de los pequeños corretea a sus pies, usando incluso las piernas de los papás como seguro escondite.
Viene ahora la mirada al perrito y las miradas entre los papás: tenemos muchos críos y la casa pequeña. Vamos a hablar con el dueño del bar. Vienen, discretos, los guardas del parque, se llevan al perrito a una perrera porque, les dicen, como es pequeño y de raza, será con seguridad adoptado enseguida.
Los críos lo miran casi de sorpresa. Vienen las explicaciones de los papás, y, no hacen falta muchas porque se nota enseguida que también ellos se habían encariñado con el pobre animal. No es un niño, pero es un ser vivo y es un ser de buena raza y leal.
La vuelta de la Barranca tiene un deje ligero de tristeza, se han dejado al compañero de viaje ¿qué será de ese cachorro?, ¿tendrá ahora un nuevo hogar?
Lo que es seguro es que esa excursión ha sido singular.
frid
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